
Publicado por: El Nacional
Publicado el 15-10-2025 en Caracas, Venezuela
Gisela Obadía narra el calvario y la milagrosa recuperación de su hija. Su testimonio, centrado en la intercesión de la madre Carmen Rendiles, detalla cómo una joven en estado vegetativo despertó un día como si nada le hubiera ocurrido. Hoy, habla desde la intimidad de la desesperación, el poder de la fe y el camino que convirtió un drama familiar en la prueba irrefutable para la canonización de la primera santa de Venezuela
Por Karem González
octubre 15, 2025 4:00 am Actualizado 4:50 am
El sonido metálico de los martillos y el murmullo de obreros y colaboradores en plena faena fueron la banda sonora de la parroquia María Madre del Redentor ese miércoles 1 de octubre.
Lejos de la imagen de un templo solemne, este es un santuario a cielo abierto; un espacio sencillo, casi al aire libre, embellecido por el esmero de sus propios vecinos.
Es aquel escenario de vida cotidiana, entre el ruido del trabajo y el verdor de un jardín cuidado por manos de la comunidad, donde Gisela Obadía cuenta su historia.
Está sentada en una silla sencilla, rodeada de flores y matas frondosas, con un cuadro de la primera santa de Venezuela a su espalda, vigilando la conversación casi como un espíritu tutelar.
Tiembla. Hay en su postura una resistencia inicial, una incomodidad palpable. La de quien resguarda un tesoro íntimo en una plaza pública. Ella y su hija Fabiola no buscaron el ser el foco de los reflectores. El reconocimiento es un traje que no se les ajusta.
Pero su historia ya no les pertenece. Dejó de ser exclusiva. Es el relato del segundo milagro comprobado de la madre Carmen Rendiles, la llave que abrió las puertas del cielo para su canonización.
Fabiola, el saquito de papas
Gisela, una caraqueña de 59 años de edad, se define como una persona corriente. Profesional, madre de dos hijos, católica de misa dominical y fe serena, sin estridencias. Una vida ordinaria hasta que lo extraordinario derribó su puerta.
Su voz, al principio un murmullo, se va asentando a medida que desanda el camino del recuerdo. Y en el centro de ese laberinto de dolor y esperanza, aparece una imagen cruda, desprovista de adorno. La de “un saquito de papas”.
Así describió a su hija Fabiola durante cinco meses en 2018. Un cuerpo inerte sobre una cama, despojado de voluntad y de respuesta. De presencia. Un alma atrapada en un silencio profundo, mientras a su alrededor la vida continuaba su curso implacable.
Fabi, como le dice, no estaba allí.
El calvario de la familia De Abreu Obadía no comenzó de súbito. La tormenta se gestó antes. A los quince, una caída, un tropezón en una escalera que dejó a Fabiola con un latigazo que pensaron había sido debido al peso del morral del colegio, reveló una condición oculta y amenazante: una hidrocefalia triventricular idiopática.
Los ventrículos de su cerebro estaban recrecidos, una anomalía sin causa aparente que exigió una cirugía de urgencia en 2015. Tres años después, en 2018, la válvula que regulaba la presión falló. El regreso al quirófano fue inevitable, no una, sino dos veces. La segunda intervención, en mayo, desató el infierno. Una meningitis y una encefalitis se apoderaron de su cuerpo, sumiéndola en un coma profundo.
La familia contaba con los recursos justos. “No somos acomodados”, confiesa Gisela. La providencia llegó a través de una campaña de GoFundMe iniciada por otra madre del colegio de su hija.
Miles de dólares diarios se consumían en medicinas, terapias y cuidados en la Clínica Leopoldo Aguerrevere. Gisela, que no tenía cabeza para las cuentas, se abocó por completo a su hija. Su hijo mayor se convirtió en el administrador de una crisis que parecía no tener fin.
Y fue un 16 de junio de 2018, en la quietud aséptica de la habitación de la clínica, que Gisela hizo algo inusual. Encendió el televisor. En la pantalla apareció la ceremonia de beatificación de una monja venezolana de la que jamás había oído hablar: madre Carmen Rendiles.
Observó el acto completo, cautivada. En ese instante de desesperación absoluta, mientras miraba el cuerpo inmóvil de Fabiola, comenzó a suplicar. “Madre Carmen, por favor escúchame”, rogó en silencio, pidiendo que esa mano intercediera en la recuperación de su hija.
La niña que volvió del silencio
La casualidad, o como diría el padre Franklin, amigo y párroco de la iglesia donde hoy se realiza esta entrevista, la “Diosidencia”, comenzó a tejer su red.
Una amiga le sugirió a una de las hermanas de Gisela que fueran al Colegio Belén, cuna de las Siervas de Jesús, a pedirle directamente a madre Carmen. Toda ayuda era un bálsamo para la familia: santos, oraciones, penitencias.
La hermana fue y regresó con una estampita, una pequeña imagen que pasaba por la cabeza de Fabiola mientras el clan, ahora unido en una nueva devoción, rezaba por su intercesión.
Tras dos meses en la clínica, los médicos, temiendo una infección hospitalaria, instaron a la familia a llevar a Fabiola a casa. No había otra opción. Su hogar se transformó entonces en una unidad de cuidados intensivos: cama clínica, enfermeras, equipos.
En medio de ese panorama desolador, el padre Franklin obtuvo permiso para oficiar una misa en la casa, precisamente el día del cumpleaños de Fabiola. Durante la eucaristía, ocurrió el primer destello. La joven, que no reaccionaba a nada, comenzó a gesticular las respuestas a las oraciones.
Su voz no se oía, pero sus labios se movían. Fue un instante fugaz. Al terminar la misa, regresó a su letargo. Pero esa grieta de luz en la oscuridad fue suficiente para afianzar una fe que se tambaleaba.
Los días se convirtieron en semanas. Aprovecharon también para asistir a una misa en el Colegio Belén. Llevaron a Fabiola en su silla de ruedas. Su cabeza caía inerte; debían sostenerla, recuerda su madre. Una de las Siervas de Jesús salió a su encuentro y le abrió las manos entumecidas para que pudiera tocar una reliquia y un cuadro de madre Carmen.
“Tú eres muy linda, madre Carmen te escuchará", le susurró la monja.
18 de septiembre de 2018. La desesperanza se había instalado en el hogar. Tanto, que Gisela llegó a pedirle a Dios que se llevara a su hija para que no sufriera ni quedara con secuelas devastadoras. Parecía el final.
Pero la noche más oscura precede al alba. A la mañana siguiente, el 19 de septiembre, el silencio se rompió.
“Mamá, quiero hablar con mi abuela”, escuchó Gisela. Así, sin más.
La voz de Fabiola, clara y firme, resonó en la habitación. Gisela pegó un grito, saltó, lloró. No entendía nada. Fabiola se levantó, tomó su teléfono celular, que no tocaba desde mayo, y actuó como si despertara de un sueño ordinario.
Pidió pasta con carne para comer. Tomó los cubiertos, comió. Caminó. El “saquito de papas” había desaparecido. En su lugar estaba su hija, de vuelta, intacta. Perfecta… Aunque había perdido 25 kilos y mucho de su masa muscular.
Se movió con una autonomía que desafiaba la lógica médica, como si su cuerpo no tuviera memoria de la postración.
El milagro
La noticia corrió como pólvora. La familia llegó a la casa, atónita. Dos días después de despertar, Fabiola, por voluntad propia, pidió ir a la tumba de madre Carmen en el Colegio Belén para darle las gracias. Entró caminando, para el asombro de las siervas que la habían visto postrada.
El milagro no era solo su despertar, sino la ausencia total de secuelas. Los médicos habían advertido que, de sobrevivir, el daño cerebral era una certeza. Sin embargo, las pruebas cognitivas que le realizaron arrojaron lo contrario.
Estaba al 100%. Fabiola, que se había perdido la última parte de su bachillerato, recibió hasta una graduación especial organizada por su colegio en noviembre de ese año. Y en febrero de 2019, apenas cinco meses después de despertar del coma, comenzó sus estudios de Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello.
Hoy, es una profesional que trabaja, desde Venezuela, para una empresa internacional.
En el ínterin, el proceso para verificar el milagro fue meticuloso, casi policial. La madre Rosa María, entonces superiora de las Siervas de Jesús, y el padre Franklin impulsaron el caso.
Se instauró un tribunal eclesiástico que entrevistó a todos los involucrados, desde médicos hasta enfermeras. Cada documento, cada testimonio, fue examinado con lupa. En mayo de 2019, el expediente, blindado y completo, fue enviado a Roma. La familia tuvo que mantener un perfil bajo, un silencio prudente para no interferir en el estudio vaticano.
Para la Iglesia, un evento de esta magnitud no es solo una anécdota, sino un caso teológico. Es crucial, distinguir la naturaleza de las gracias divinas: una intervención, por ejemplo, es la presencia activa de madre Carmen en una situación, preparando el terreno. Un favor es una gracia concedida por Dios a través de su intercesión. Pero un milagro trasciende las leyes naturales y la comprensión científica. Es una curación inexplicable que desafía toda lógica. Lo de Fabiola era, sin duda, lo tercero.
Esta centralidad en lo divino, y no en lo humano, es la razón del sigilo que se les exigió. Como lo explicaba el cardenal Baltazar Porras, “cuando Dios actúa, el protagonista es Él, no el instrumento”.
La decisión de la familia de mantenerse en silencio reforzó esa verdad: el foco es la misericordia de Dios, no la persona sanada.
Madre Carmen Rendiles, un camino a Roma
Para Fabiola, hay un período de su vida que simplemente no existe. No recuerda nada. No pregunta, no quiere saber los detalles de su propio calvario. A veces ve una foto, un video, pero mantiene distancia de ese dolor.
Su mayor conflicto fue procesar las experiencias perdidas con sus amigos, la vida de una joven de 18 años que le fue arrebatada temporalmente. Anhela la normalidad, rechaza ser reconocida como “la del milagro” y se siente incómoda con la atención pública.
Este 19, la familia estará en Roma, en la canonización de la mujer que intercedió por ellos. Es un viaje donado, un regalo de la fe.
“No se puede expresar con palabras lo que se siente”, dice Gisela con la voz entrecortada por la emoción.
El milagro es una gracia. Una bendición que, a veces, hace que su hija se pregunte: “¿Por qué me escogieron a mí?”.
Gisela Obadía ya no teme por un simple dolor de cabeza o alguna molestia de Fabi. Una frase la sostiene: “Dios nunca hace milagros incompletos”. Sabe que su vida ha cambiado para siempre. Acepta, a regañadientes, su nuevo rol.
“Si Dios quiere que yo haga esto, aquí estoy para ser un instrumento de él”, afirma con una serenidad ganada a pulso.
Desde la parroquia en Los Naranjos, su testimonio se eleva no como una explicación, sino como una certeza. La ciencia no tiene respuestas para lo que ocurrió con Fabiola De Abreu Obadía. Pero para su madre, y para miles de fieles, la respuesta reside en la fe. En una mujer, madre Carmen, que superó sus propias batallas y se convirtió en lo que hoy es: una santa.
Gisela lo resume con una sencillez abrumadora: “Tienen que creer. Recen. Pidan. Siempre hay una esperanza. Sí nos están escuchando”. Y la prueba irrefutable está en la voz de su hija, esa voz que un día regresó del silencio para cambiar la historia. La de ella, la de un país.