De las palmas a las lágrimas

Publicado el 09-04-2017 en Caracas, Venezuela


Con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, «la ciudad que mata a los profetas», abrimos la Semana Mayor, «no porque sus días sean más grandes que los demás, los hay más largos; ni porque haya más días, son iguales; sino porque en ellos han sido llevadas a cabo por el Señor cosas admirables» (San Juan CRISOSTOMO).

Y no nos cansamos de contemplar estas cosas admirables que las lecturas de hoy nos han vuelto a recordar. Admirables los sufrimientos de Cristo, admirable el amor de Cristo, admirable la victoria de Cristo, admirables todas las palabras y los gestos de Cristo.

La entrada en Jerusalén quiere ser como la entronización del Mesías. «Yahveh me ha dicho: hijo mío eres tú» (Sal. 2, 7). Se lo ha repetido en varias ocasiones solemnes: «Tú eres mi hijo». Hoy es el momento de la participación popular, un acto enteramente democrático, llamado el pueblo a las urnas de la libertad y del Espíritu para aclamar a su Rey.

No ha habido campañas especiales. No pudo haber manipulación del voto. Todo fue un movimiento espontáneo que se encargó de conjuntar el mismo Espíritu de Dios. Aquí sí podemos decir con verdad que «la voz del pueblo era la voz de Dios». Respondieron, naturalmente, los sencillos y los pequeños, lo que siempre ha sido el corazón del pueblo.

No faltaron voces discordantes, personas ciegas o interesadas o endurecidas, más duras que las mismas piedras, que estuvieron a punto de unirse al coro de los niños y los pobres.

El día estaba ya escogido y aun descrito por los profetas. «Este es el día que hizo el Señor» (Sal. 117, 24). Era el día de la alegría y de la alabanza, el día del triunfo y la acción de gracias. «Escuchad: hay cantos de victoria en la tienda de los justos... Sea nuestra alegría y nuestro gozo. Bendito el que viene en nombre del Señor». En otras ocasiones quisieron hacer rey a Jesús, y él lo rehusó. Pero hoy es el día que hizo el Señor.

Pues este día todos, casi todos, sienten una vibración de gracia. Los discípulos, llenos de fe y entusiasmo, no podían callar. Se contagió una gran muchedumbre de gente sencilla, y se forma una procesión espontánea aclamando al Señor, que entra como rey en su ciudad.

Una procesión curiosa, por la gente y por el estilo. Hay más niños que soldados, hay más pueblerinos que príncipes. Las espadas se han cambiado por los ramos de olivo, las marchas triunfales por cantos populares, las carrozas por alfombras naturales y los caballos por un burro.

Es el estilo de Dios. "Este es el día que hizo el Señor. Ordenad una procesión con ramos". Aquella comitiva no se daba cuenta que estaba cumpliendo una profecía. Zacarías también lo había descrito. «¡Exulta sin mesura, hija de Sión, lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén! Mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica» (Zac. 9, 9).

-Admirable la humildad de Jesús

Incontables son las pruebas de su humildad, desde el día de su nacimiento. Hoy quiere también enseñarla, precisamente en el día de su triunfo. Todo el estilo de esta entronización real tiene el encanto de lo sencillo. El reino de Dios es muy distinto a los reinos de la tierra. Jesús lo había llegado a comparar... «¿A qué se parece el reino? ¿A una gran revolución? ¿A una gran victoria militar? ¿A una apoteosis orquestada por los ángeles? No, amigos. El reino de Dios se parece a un grano de mostaza, así de pequeñito, pero así de fuerte. Se parece a un tesoro magnífico, el más valioso de todos, pero oculto. El valor va por dentro...». Se parece a un ejército de pobres y niños con ramos de olivo en sus manos. Se parece a un rey montado sobre un asno. El es el rey de reyes, el más hermoso y más poderoso de los hijos de los hombres. Pero hoy se presenta como el rey de los humildes montado en un pollino. Más tarde se presentará como el rey de los dolientes, sentado en el trono de la cruz y coronado de espinas.

-Admirable la paz de Jesús

Camina Jesús, humilde y desarmado, sobre un burrito. La paz es su bandera y su estandarte. A su paso bendice con ternura. El mismo es todo bendición, todo un poema pacificador. Su entrada triunfal en un asno, entre ramos de olivo, aclamado por niños y pobres, es signo y profecía. Signo de la paz de Dios que se concentra en Cristo, y hoy se ofrece una vez más a Jerusalén y a todos los pueblos. Profecía contra todo tipo de violencias y de armas. «El suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén, será suprimido el arco del combate y él proclamará la paz a las naciones» (Zac. 9, 10). Es un rechazo expreso de las armas y de la belicosidad. El Señor no quiere ni carros ni caballos, ni tanques ni fusiles, ni arcos ni bombarderos, ni flechas ni misiles.

No lo quiso ni lo quiere. Si pasamos páginas, veremos que hoy el Señor no puede sino bendecir todos los esfuerzos que se hacen para progresar en el camino del desarme y del entendimiento. Estos modernos trabajadores de la paz son los continuadores de aquella gente sencilla que recibió a Jesús con ramos de olivo. O son, tal vez, el burrito sobre el que Jesús sigue cabalgando para llevar la paz a todas las ciudades y los pueblos de nuestro tiempo.

Y tendrá que mirar con simpatía a todos los movimientos que se visten de verde y sustituyen las armas por las flores y las máquinas por los árboles, que levantan banderas con los colores del arco iris y piden amor y respeto para todos los hombres y para toda la naturaleza. Y aplaudiría a los objetores de conciencia, que se olvidan de todo tipo de armas. Y animaría a los objetores fiscales, para que ni una sola peseta se manche en proyectos militares o armamentistas.

El Señor bendice a todos los trabajadores de la paz, y a todos extiende sus manos abiertas, cariñosas, pacíficas. La Paz camina hacia Jerusalén, que significa "ciudad de paz". Jerusalén, más que un concepto geográfico- histórico, es un concepto espiritual. Jerusalén es toda ciudad y toda persona en las que mora la paz. El Mesías sigue caminando hacia Jerusalén. Que se cierren todos los templos de la guerra y se licencie a todos los soldados. La Paz entra en su ciudad.

-Admirable la victoria de Jesús

No son victorias conseguidas en ninguna guerra ni en ninguna competición. Son victorias que están a un nivel más profundo. Victorias sobre todas las fuerzas malignas que hay en el hombre o pueden al hombre. El Mesías ha venido, no para vencer a los hombres, sino para vencer el mal que hay en el hombre. Ha venido para liberarlo de todo lo que le oprime, esté fuera o esté dentro de él.

Estas fuerzas pueden llamarse demonios o potestades tenebrosas o reino de las tinieblas; o pueden llamarse Ley, tradiciones, ambiente, estructuras, poderes fácticos; o pueden llamarse vicio, droga, orgullo, lujuria, violencia, consumismo. Cristo ha vencido todas esas fuerzas. "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (/Lc/10/18). «Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc. 11, 20). Y continúa Jesús explicando que el hombre bien armado que defendía tranquilamente su palacio ha sido vencido por otro más fuerte que él (Lc. 11, 21-22). Cristo es el más fuerte.

Y Cristo ofrece al hombre la posibilidad de seguir cosechando las mismas victorias: «Os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre toda potencia enemiga» (Lc. 10,19). E incluso sobre sus manifestaciones: «Impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (Mc. 16, 18).

-Admirable la compasión de Jesús. Lágrimas de Jesús «Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella» (Lc/19/41). La Jerusalén que se presentaba a la vista de Jesús no era precisamente la «ciudad de la paz» que él hubiera deseado ver. Era la Jerusalén del Templo y de los palacios, de las torres y las fortalezas, de las murallas y los soldados, de los comercios y los mercados. Y esa Jerusalén está bien cerrada y bien ciega. Ni quiso recibir al Mesías ni supo conocer al mensajero y portador de su paz y de su libertad: «¡Si al menos tú conocieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no, está escondida a tus ojos» (Lc. 19, 42).

Entonces lloró Jesús. Lágrimas de pena y compasión, porque la ciudad elegida, la hija hermosa de Sión, no era fiel a su destino. Por eso, la suerte que le espera será espantosa. La hija se convertirá en esclava, la elegida en repudiada, la bendita en la desgraciada. Toda su grandeza y hermosura se convertirán en ruinas.

Jesús se olvida de sí mismo, aun en el día de su gloria, como se olvidará también de sí mismo en el día de su dolor (cf. Lc. 23, 28-31); y pensando en la triste suerte de Jerusalén y de sus hijos, no pudo contener las lágrimas. Y es que ni el mismo Mesías puede llevar la salvación a los que se niegan a recibirla. El mismo Dios se siente impotente y llora. No puede hacer otra cosa por ellos que acompañarles en su pasión.

Esta Jerusalén ciega y sorda será signo y profecía de todas las ciudades orgullosas y violentas que no están dispuestas a recibir al Mesías y rechazan la paz que se les ofrece. Son madres sin entrañas que devoran a sus propios hijos. A todas les espera una suerte triste; si no es la ruina, será el vacío, el cansancio y la tristeza. Sobre todas estas ciudades Jesús sigue llorando.

-El ejemplo del burro

Si nos fijamos, es una de las pocas cosas que necesitó Jesús. Mandó a sus discípulos que se lo trajeran, «porque el Señor lo necesita» (Mc. 11, 3). Jesús nunca pidió dinero ni casa ni comida ni defensa. Pidió, sí, un par de veces un poco de agua, a la vez que prometía veneros de agua viva. ¡Qué hermosa recompensa tendrán los que sepan ofrecer a los sedientos un vaso de agua fresca!

Ahora Jesús necesita un burrito. No pide un mulo o un caballo. El burro se adapta mejor, porque es paciente, es manso, es laborioso, es sencillo, es pequeño, es humilde. El burro carga con todo, como Jesús. Hay pinturas que simbolizan a Jesús como un elefante que lleva sobre sus lomos el peso del mundo. El burro vale para todos los trabajos, especialmente los humildes. Jesús se entrega a todo lo que el Padre le encomiende. El burro se deja conducir fácilmente. También Jesús se deja llevar enteramente de la mano del Padre. El burro no es violento, y aguanta muchos palos. Es lo que hizo Jesús en su pasión. El burro no se presenta a concursos, ni se jacta de su trabajo, ni exige recompensas. Tampoco Jesús se manifestó gloriosamente, sino que se ocultó en el más grande anonimato y se rebajó hasta la muerte de cruz. El burro tiene dos grandes orejas, porque está más dispuesto a escuchar que a rebuznar. Algo que va siempre muy bien con todo discípulo de Cristo.

Marcos apunta dos detalles sobre el burro:

«En él ningún hombre ha montado» (11, 2). Este mismo dato lo recoge Lucas: «En él ningún hombre ha montado jamás» (19, 30). Este paseo de Jesús era por lo tanto una primicia, como si el burro estuviera hecho y preparado para esto. No estaba aún manchado por otras monturas y otros caminos. El estaba reservado para el Mesías y para la Paz. Su misión era llevar en triunfo a la Paz. No se por qué utilizamos tanto la paloma como símbolo de la paz. Habría que empezar a utilizar el burro.

"Que luego lo devolverá" (11, 3). El Señor no quiere propiedades, y menos exigidas. Así que, terminada la procesión, los discípulos devolvieron el burro a su madre y a sus dueños. Seguro que el burrito lloraría también por tener que separarse de tan buena montura. El debiera haber sido consagrado solamente para el Mesías. Y ya no se dejaría montar fácilmente. Hubiera sido bonito que en este burro nadie más hubiese montado. O, quizá, que montaran todos, pero todos los que llevaban en el corazón el mensaje de la paz. Recordando el asno, al que alude Jacob en su bendición a Judá (Gn. 49, Il), la liturgia siríaca hace este simbólico comentario: «Jacob ató un asno a una cepa de viña y esperó. Vino Zacarías, que lo desató y lo dio a su Señor».

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